Hemos transitado de un sistema muy desregulado a uno muy regulado, con infinidad de normas y superintendencias activas, pero nuestra educación está entrampada, las brechas no se reducen y los cambios culturales y tecnológicos plantean grandes desafíos agravados por la pandemia.
Transcurridos 50 años desde 1973, no estamos conformes con nuestra educación. Tenemos buenas razones para ello, pero este malestar es injusto con los avances logrados. En estas cinco décadas, la población chilena casi se duplicó, aumentó de 10 millones a 19 millones de habitantes, mientras los estudiantes en educación superior crecieron 8,5 veces, desde 146 mil a un millón doscientos; los años de escolaridad promedio se elevaron de 5 años a 11,7; Chile llegó a los niveles de naciones desarrolladas en cobertura escolar, tanto en educación básica como en media y aumentó significativamente su educación inicial.
En este tiempo hubo gobiernos de distinto signo y diversas reformas, con los problemas propios de una rápida y tardía expansión de la matrícula. Hubo también una permanente tensión ideológica referida al sistema educativo que, sin embargo, no impidió llevar a cabo políticas fundamentales. Por ejemplo, la erradicación de la desnutrición infantil. Altos grados de deserción causados por ella —la más alta en Latinoamérica— impedían ampliar la matrícula escolar. Las políticas de alimentación desde fines de los sesenta hasta fines de los ochenta (Junaeb y Junji, el medio litro de leche y Conin) permitieron que nuestro país fuera uno de los primeros en derrotarla. Del mismo modo, pese al fuerte cuestionamiento al modelo educacional establecido durante la dictadura, la calidad de la educación escolar logró los mejores resultados en las mediciones internacionales entre los países de América Latina en los noventa y primeros lustros del siglo XXI. Sin cambios estructurales, ello fue posible con un mayor liderazgo del Estado, aumentos en la inversión, apoyo focalizado a las escuelas, cambios curriculares y jornada escolar completa, entre otras. El terreno de las diferencias ideológicas ha sido el de la institucionalidad y el financiamiento del sistema educacional, y ha tenido una continuidad discursiva desde la ENU (1973) hasta la Convención Constitucional (2022). La ENU (Escuela Nacional Unificada, 1972, 1973) fue percibida como un intento de control político del Estado, generando una reacción que incluyó a la Iglesia Católica, a los estudiantes e incluso a las Fuerzas Armadas, agregando razones a las protestas en defensa de la libertad de los últimos meses del gobierno de la Unidad Popular. Por su parte, a comienzos de los ochenta, el gobierno militar llevó a cabo la más profunda reforma estructural, traspasando la educación estatal a los municipios, creando un subsidio a la demanda, ampliando el financiamiento público e incentivos de mercado para la educación privada y marginando a los docentes de la administración pública. En el ámbito de la educación superior, la reforma diferenció universidades, institutos profesionales y centros de formación técnica, desmembró las sedes regionales de las dos grandes universidades (U. de Chile y U. Católica), dejó fuera de las universidades a las pedagogías y creó incentivos para el desarrollo de instituciones privadas. Este proceso se dio en el marco del cambio de modelo de desarrollo económico impuesto por la dictadura, en medio de fuertes protestas y represión, presentes hasta el fin de la década.
Desde el retorno a la democracia, la educación ha transitado por un camino de continuidad y cambios. En 1991 se aprobó el Estatuto Docente. Los cambios principales se impulsaron a través de una reforma para mejorar equidad y calidad, con un rol activo del gobierno, manteniendo el sistema municipal y de financiamiento. La expansión de la matrícula en educación superior se apoyó a través de becas y créditos públicos, y los primeros intentos para regular el sistema se lograron con la obligación de acreditación de las instituciones para que sus estudiantes pudieran acceder al crédito con aval del Estado (2006). Luego vendrían los grandes cambios institucionales entre 2008 y 2018, a partir de las movilizaciones estudiantiles de 2006 y 2011. Entre ellas, el fin de la LOCE y su reemplazo por la Ley General de Educación (2008); la ley de Inclusión (2015) eliminando el lucro, la selección y el financiamiento compartido; el inicio de la gratuidad en la educación superior (2016); la ley que traspasa los establecimientos municipales a los Servicios Locales de Educación (2016); la ley de Carrera Docente (2016); la ley que reformó los sistemas de selección, acreditación y gobernanza de la educación superior (2018), entre otras. En los hechos, estas leyes han consolidado un sistema mixto de educación, conciliando —con conflictos y temas pendientes— el resguardo del derecho a la educación y la libertad de enseñanza. Hemos transitado de un sistema muy desregulado a uno muy regulado, con infinidad de normas y superintendencias activas, pero nuestra educación está entrampada, las brechas no se reducen y los cambios culturales y tecnológicos plantean grandes desafíos agravados por la pandemia. ¿Hay motivos para la esperanza? Por cierto. En especial la creciente conciencia de que los desafíos son de tal magnitud, que se requiere una valoración de los acuerdos y un foco en los aprendizajes. Pero la tarea es urgente, las nuevas generaciones no pueden esperar.
Fuente: Emol.com