Don Francisco de Quevedo, en los momentos en los que no escribía sus sarcasmos poéticos contra el pobre Luis de Góngora, decía frases como “las palabras son como las monedas, que una vale por muchas como muchas no valen por una”. Traigo a colación al gran poeta burlesco del Siglo de Oro español en relación al largo discurso de junio pasado del Presidente Boric, que aprecié por su tono y contenido, y no fui el único. Subió la esperanza y bajó el descontento respecto de él y su gobierno. Pero el solaz duró apenas una semana y regresamos a las cifras tristes.
El retorno al desánimo comenzó por el verbo, cuando a poco andar nuestro orador cambió el tono, hablándoles a los suyos con palabras poco congruentes con su discurso previo, empleando el noble término de “rebeldía” no como un jefe de gobierno refiriéndose a la rebeldía ante las cosas mal hechas, sino más bien con una cierta nostalgia hacia el espíritu refundacional que había recibido un rechazo elocuente por parte de la ciudadanía.
Otros elementos también contribuyeron: la percepción de malestar con una situación económica que no termina de encauzarse por un franco camino de mejoría; la lentitud en el avance de acuerdos en torno a las reformas prometidas, donde las responsabilidades son compartidas entre un oficialismo que no logra la flexibilidad necesaria y una derecha extrema ensoberbecida por sus votos. Todo ello acompañado de un debate constitucional rodeado de indiferencia.
Pero sobre todo por la aparición de nuevos escándalos de corrupción en el ejercicio de la actividad pública, que resultan más vistosos porque sus autores se constituyeron políticamente como guardianes de la moral pública, criticando a la entera clase política que los precedió. Lo hacían como ángeles desprovistos de avidez, como altaneros poseedores de verdades categóricas que rezumaban un incienso de rectitud. Desoían las sabias palabras de Kant cuando señalaba: “Con madera tan torcida como de la que está hecho el hombre, no se puede construir nada completamente recto”.
Lo sucedido con Democracia Viva es muy grave, pero no tiene nada de nuevo. La corrupción política, vale decir el abuso y aprovechamiento de bienes públicos para la acumulación privada, es algo muy profundo en la naturaleza humana. Lo explicó bien el filósofo Blaise Pascal cuando dijo ya en el siglo XVII que somos “bestias y ángeles a la vez”, capaces de actos nobles y altruistas, y también de actos egoístas y destructores del bien público.
La práctica de la corrupción ha estado presente desde los imperios de la Antigüedad hasta las democracias contemporáneas. Se dio en Mesopotamia, en Egipto, en la antigua Grecia y en el Imperio Romano, atravesó los imperios orientales, la Edad Media, fue fulgurante en el Renacimiento, prosiguió en los imperios absolutistas, acompañó los procesos colonizadores y se ejerció sin control alguno en los totalitarismos contemporáneos.
Quienes caen en tales prácticas, que desgraciadamente en nuestra América Latina han encontrado una tierra fértil de la mano de nuestra histórica fragilidad democrática, cuando son sorprendidos reaccionan con indignación. Aquellos que ejercen el poder sin aspiraciones doctrinarias, alegan que lo han hecho para que su gestión gane en eficiencia y muestran plazas y parques diciendo que ahí está el dinero. Quienes poseen una doctrina refundacional, seguramente piensan para sus adentros que no hay mejor uso del dinero público que arrebatárselo al Estado burgués. Claro, más de algo va a parar a sus alforjas, porque con tanto sacrificio y abnegación ellos piensan tener derecho a mejorar sus condiciones materiales como premio a su entrega generosa.
No se trata de carecer de esperanzas respecto de la conducta humana, ella puede ser honesta. De hecho, en nuestra historia y en la actualidad han existido y existen muchos servidores públicos de gran probidad. Pero nuestro buen Quevedo nos dice, con exageración quizás, “creyendo lo peor, casi siempre se acierta”. Es mejor ser algo pesimista en esta materia. Se trata de tomar medidas efectivas y junto con educar en el valor de la honestidad, se debe evitar ilusionarse con gobiernos autoritarios que aborrecen los controles o elegir a pícaros redomados que se relamen frente al botín público.
Se requiere darle centralidad a la modernización del Estado, a la profesionalización del grueso de los funcionarios públicos, disminuyendo los nombramientos de confianza al mínimo razonable. Asegurar la transparencia de la gestión, garantizar la participación ciudadana en la supervisión y eliminar privilegios del Estado premoderno.
Es necesario que existan sanciones justas y efectivas para quienes traicionen la confianza pública y que se apoye la labor profesional de las instituciones encargadas de investigar los delitos, permitiendo que los medios de comunicación trabajen en plena libertad y ojalá sin escándalos.
Es necesario entender que la corrupción es un fenómeno sin domicilio político fijo que debe ser combatida transversalmente.
No resultan edificantes los reflejos automáticos de defender a los propios, que sólo varían cuando los hechos son irrebatibles. Algunos personeros en el caso reciente pasaron en pocos días de señalar la ausencia de delito a pedir las penas del infierno para los implicados cuando vieron que el fuego podría alcanzarlos. El rostro de Groucho Marx entristecido que lucía uno de ellos demoró muy poco en adquirir la expresión de santa ira de un Tomás de Torquemada preparando un Auto de Fe. Eso es puro tartufismo, que no genera credibilidad.
El gobierno debería incorporar esta nueva experiencia como algo urgente para acelerar su “curva de aprendizaje” y enterrar para siempre el cadáver de la superioridad moral. De esa manera contribuirá a una tarea que es permanente para lograr una democracia más proba, trabajo que es duro, añoso, sin fecha de término. Solo así la confianza política aumentará en Chile y el clima político mejorará por más de una semana.
Fuente: Latercera.com